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«Comencé a volar...»

PPLL

Sábado, 24 de mayo 2008, 04:47

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Comencé a volar por el aire sin pretenderlo, lo cual es algo bastante estúpido si no se tienen alas. Pero en ese momento no lo sabía ni me preocupaba. Tampoco se me pasó por la cabeza toda mi vida en forma de película. Si, claro, en technicolor. Menuda idiotez. Sólo pensaba que me estaba matando. Mi cerebro lo expresó de una forma extraña, diciéndome después del primer rebote contra la pared: «Al siguiente, lo voy aver todo negro».

Estúpido había sido, sin duda, engancharme y tirar de aquella vieja cuerda fija. Quizás debiera haber seguido a tiempo a Sebitas y Tamayo, que esa misma mañana habían salido del campo 2 con idea de montar el 3. El tiempo ofrecía muchas dudas, templado y nuboso, así que decidí esperar en las tiendas con Juanjo, Ramón y Atxo, mientras la cosa se aclaraba. Cuando dos horas después levantó un poco, seguimos los pasos de nuestros camaradas. Ahora mientras volaba, de nada valían los reproches.

Era 18 de julio y, aunque ése no era el motivo, por la mañana Juanjo estaba de un humor excelente. Y cuando Juanjo está de buen humor la vida es todavía mucho mejor, aunque sea en un sitio tétrico como la norte del K2. Decidió filmar unos planos, que ejecutó con autoridad, como si no estuviéramos a 7.000 metros. Él sabía bien que yo me moría por salir disparado detrás de Tamayo, así que, terminada la labor, me dio luz verde para seguir hacia arriba más deprisa. Me despojé del buzo de plumas, que me daba mucho calor, para ganar movilidad. Lo metí en la mochila, que ya era bastante grande, de modo que ésta sobresalía un buen trozo por encima de mi cabeza. También pesaba lo suyo, pero a ver qué mochila esta hecha para ser ingrávida.

Yo podía ver las huellas de mis amigos en la nieve fresca. Habían subido desenterrando viejos restos de cuerda para guiarse. El terreno era a veces bastante vertical, rocoso mayormente. La escalada provocaba auténtico placer.

El sonido que hizo la cuerda al saltar y romperse fue seco. Pude ver por un instante pequeños cristales de hielo, a contraluz, justo antes de que me absorbiera sin remisión la fuerza de la gravedad.

Cuando la caída se detiene por fin no es negro lo que veo, sino rojo. Es el rojo de la sangre que sale con bastante alegría y soltura de varios orificios de mi cuerpo, unos viejos y otros recién hechos. La caída no ha durado mucho, según creo. He debido rebotar cuatro o cinco veces en la pared, durante unos 60 u 80 metros. La mochila me ha salvado el pellejo y se ha llevado la peor parte de los golpes. Los primeros minutos son de confusión mientras me recupero del shock. Estoy sólo y no puedo respirar. Me he detenido en una pequeña repisa en la nieve debido a que la cuerda se ha enroscado en uno de mis muslos y se ha trabado, a su vez, en un pico de roca un poco más arriba. Pura casualidad, de no haber sido así ahora estaría ya muerto, abajo en el glaciar.

Estoy más de 2.000 metros por encima del valle, a más de 7.000 metros de altitud. La cabeza parece estar en orden y también puedo mover las piernas, pero me duele mucho el pecho, la parte baja de la espalda y un brazo. Lo que más me molesta es la mochila, de la que no puedo despojarme. La sangre procede de un tercer agujero de mi nariz. Sé que un poco mas abajo vienen los demás. También viene Hinkes, nuestra rémora particular.

Es curioso, lo de respirar a la vez por tres agujeros.

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